Son las once y media de la mañana en David, la capital de la provincia. El repiquetear de los cláxones, ensordece y mata el breve silencio que vive la urbe a esa hora. A lo lejos, una mujer madura, indígena por su atuendo. La dama yace en el piso, a las afueras de un concesionario de autos. Está rodeada por dos pequeñas niñas, la mayor de como 9 años, la otra como de siete, hasta podría decirse que seis años a lo sumo. Ellas, piden limosnas para subsistir, en las diversas calles de David. Un caso generalizado en los últimos años en las ciudades del mundo.
Un recorrido realizado por este semanario, advirtió muchos casos similares, aunque la causal era diferente, el medio para resolver las necesidades por las que éstas personas atraviesan era la misma, apelar a la dadivosidad de los transeúntes.
Ceiba, nombre ficticio con el que llamaremos a esta mujer, en el momento que el periodista del Informe de David, se le acercó para cuestionarle de los porqués, de su estancia allí, enmudeció con tal estoicidad y elocuencia, que muchos auditorios no soportarían.
Sus renuevos, secretean entre sí. ¿Cuántos años tienen? Pregunta el periodista. Las nenas, se ríen entre dientes, pero no articulan palabra. Tras varios minutos, las niñas pronuncian las primeras sílabas. ¿La pregunta? ¿Van a la escuela? –No-, apenas se oye. La más núbil, quien contesta. ¿Les gustará ir? Prosigue el comunicador. –Sí, me gustaría ser maestra- , increpa la mayor. Mientras tanto, la madre, les habla en dialecto. Las niñas vuelven a callar.
En eso, una mujer elegante surca la marquesina, al ver lo que sucedía, se detiene. Cruza algunas palabras con el reportero. A lo largo del diálogo, descubre la profesión de su interlocutor. Deposita unas monedas en mano de una de las niñas. Se marcha.
El cronista en cuclillas, se coloca a la altura de la cabeza de la madre de las párvulas. ¿Por qué está acá? ¿Qué la trajo hasta esta situación? La mujer calla. Bajando la cabeza, densas lágrimas se resbalan por sus mejillas. En el acto, el informador, se levanta, se dispone a replegarse.-Lo que ocurre es que papá, se fue con otra mujer y no hemos vuelto saber de él-, expresa la nacida a edad más temprana. Los del joven se humedecen sin quebrantarse.
Inmediatamente, la mujer se incorpora y hablando a sus vástagos se pierden lentamente, entre el devenir de los coches.
Poca es la información que el periodista logra, el reacio parlar de la jefa de familia, impide la amplitud de conocimiento, en el caso. Sin embargo, se logró saber, que emigraron desde la Comarca y se radicaron en Pedregal, allí han residido por unos ocho años. Las chicas, nunca han visitado la escuela.
Lamentablemente, se marchan sin precisar la ubicación real de su domicilio, ni mucho menos sus nombres.
La historia se repite con otras circunstancias y actores diferentes enfrente de la antigua estación del Ferrocarril, ahora biblioteca Santiago Anguizola Delgado.
Corren las 2:30 p.m. Un hombre avanzado en edad, quien al parecer está ciego, es guiado por un mancebo como de 12 años. –Ayuda, ¿quién me puede ayudar?- , vocifera, atrás de su guía, el hombre cuyas orbitas oculares están revestidas de oscuros espejuelos. Se detienen. Dos peatones hurgan en los bolsillos como tratando de extraer la moneda más pequeña, para no esquilmar su propio peculio, al final y casi de común acuerdo, ambos entregan una moneda blanca, al muchacho.
Oído agudo, si que ha desarrollado el que va siendo guiado. Al entender que el chico ha recibido algún “caudal”, extiende su mano y no la quita hasta que caiga el último centavo. Las monedas caen a su mano. Prosiguen su camino. Se pierden entre la rala espesura de concreto.
Aunque esta realidad social, no está circunscrita a una etnia en particular, los indígenas son los más, en el caso de David. Este semanario, exhorta a las entidades facultadas para tal fin, a levantar las investigaciones pertinentes, para que así se pueda brindar una solución pronta al problema y necesidades de este pueblo.